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Violencia política refleja un sistema en crisis

En una democracia sana, las campañas electorales son el escenario donde se desarrollan ideas y se confrontan con argumentaciones sólidas que ayudan al votante a decidir. Sin embargo, lo que se observa actualmente en el país es una confrontación de insultos y agresiones físicas, lo cual resulta tanto deleznable como peligroso.

Los recientes incidentes en Junín y Lomas de Zamora, donde la comitiva presidencial fue atacada con piedras, evidencian una creciente violencia en el ámbito político. Este fenómeno se ha manifestado en ataques a funcionarios durante actos de campaña, así como en violentas trifulcas entre estudiantes universitarios de la UBA. Estos eventos sugieren que la política está dejando de ser una discusión de ideas para convertirse en una expresión de odio.

Es fundamental identificar y juzgar a los responsables de estos actos, pero limitarse a eso sería un error. La polarización que se vive en el clima público no es una simple anomalía, sino un síntoma de una crisis estructural y persistente.

El apoyo a Javier Milei en 2023, más allá de las ideologías, refleja un hartazgo social hacia una dirigencia que ha confundido gobierno con privilegios, gestión con propaganda, y disenso con traición. La Argentina, marcada por décadas de populismo, no eligió un nuevo proyecto, sino que optó por romper con el anterior.

En los márgenes de toda hegemonía se encuentran los escombros del poder perdido. Aquellos que construyeron su autoridad en la sumisión al líder y el antagonismo feroz son los primeros en recurrir a la violencia cuando el orden que los legitimaba comienza a desmoronarse.

El actual gobierno tiene una parte de responsabilidad en alimentar la crispación con un lenguaje que promueve el insulto y la descalificación. El Congreso es un claro ejemplo de la chabacanería que domina la política actual. La violencia, sin embargo, nunca debe ser justificada.

La difusión de audios obtenidos ilegalmente, los juicios anticipados en redes sociales y la manipulación de la información son tácticas utilizadas para confundir al ciudadano. Convertir cada elección en una batalla y cada acto de campaña en una emboscada son parte de una estrategia de descomposición política y social.

Es inaceptable que un presidente sea atacado, que estudiantes se agredan en universidades y que funcionarios sean cercados por manifestantes. Atribuir la violencia a “los otros” es una excusa inaceptable.

El voto obligatorio se convierte en un formalismo vacío cuando la ciudadanía siente que su participación no cambiará nada. El entusiasmo se enfría ante una política que se ha convertido en un espectáculo grotesco.

Es momento de dejar de buscar culpables y asumir responsabilidades. La política necesita una reforma estructural que comience por lo moral. El adversario no es un enemigo a destruir, sino alguien con quien se disputa el poder bajo reglas compartidas.

La violencia se combate con instituciones que funcionen, con debates que iluminen en lugar de incendiar, y con una ciudadanía que exija y se comprometa. Está en juego más que un simple cambio de nombres en gobernaciones o cargos legislativos; está en juego el futuro del país.

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