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Perros de campo, fieles compañeros del alma rural

No se los ve en postales, no aparecen en libros de historia, no son de competencia, y sin embargo, están presentes desde siempre. En la entrada del galpón, bajo el ombú, junto al fogón o al lado del caballo. Anónimos, leales y atentos. Compañeros que no piden más que un silbido y un gesto. Son parte del paisaje, pero también del alma rural.

El perro del campo no es de raza fina, no duerme en almohadones ni consume alimento balanceado. No conoce la correa, pero sí el camino. Duerme donde puede, come lo que queda y vive con la dignidad de quien ha ganado su lugar. Muchos llegan sin ser llamados. Aparecen un día, flacos y sucios, con la mirada herida, y se quedan. Al poco tiempo, ya conocen todo: por dónde pasan las ovejas, cuándo va a llover, a qué hora suena el motor de la vieja camioneta. Aprenden sin que nadie les enseñe, porque llevan el instinto del trabajo en la sangre.

Existen perros baqueanos, que conocen los caminos mejor que nadie. Se adelantan al jinete, corren delante del tractor y regresan solos del potrero cuando cae la noche. Hay perros boyeros que arrean vacas con más paciencia que un capataz. No ladran sin razón: ladran cuando es necesario. Y hay otros, más tímidos, que simplemente están. Son aquellos que se echan al lado del fogón y no se mueven hasta que se apaga la última brasa. Su amor se manifiesta en la mirada paciente cuando el amo ensilla, en la carrera paralela al caballo y en el ladrido que espanta un carancho del gallinero.

Los perros del campo nacen entre pastos, en galpones o bajo un árbol. Suelen ser hijos de otros perros criollos, mestizos, cruzas de cruzas, hijos del azar, curtidos por el sol y las heladas, que han aprendido a vivir a fuerza de instinto y lealtad. Pero tienen algo distintivo: una sabiduría silenciosa, un apego incondicional y una dignidad que no se compra. Cuando el gaucho madruga, ellos ya están despiertos. Si llueve, buscan un refugio. Si hay que arrear, se anticipan al silbido. Y si un extraño cruza la tranquera, son los primeros en plantarse, hocico en alto, sin necesidad de ladrar. Porque el perro del campo no es solo ayuda: es centinela, guardián y testigo de la intemperie.

Algunos son criados para trabajar: los kelpies, los border collies y los ovejeros alemanes, que aprenden órdenes como si entendieran el idioma. Pero los mejores, los más sabios perros del campo no aprendieron en ningún adiestramiento. Aprendieron mirando, oliendo, acompañando y errando. Se forjaron con barro, sol y alambre.

En muchas estancias, el perro es parte de la familia. Tiene nombre, historias y un rincón propio. Se lo recuerda cuando falta, se le menciona como a un viejo amigo y hasta aparece en alguna foto familiar junto al amo. Hay perros que vivieron trece, catorce o quince años. Murieron de viejos, de sabios, y fueron enterrados bajo un árbol o en el fondo del corral.

Sin embargo, también hay abandono. Hay camadas que nacen sin rumbo. Y, sin embargo, esos perros de nadie terminan siendo de todos. Se dice que sienten el peligro antes que los hombres, que reconocen los pasos, detectan la tristeza y se anticipan al mal tiempo. Saben cuándo se avecina una tormenta o un temblor y no se equivocan con las personas. Su fidelidad es conmovedora. No entienden de feriados, horarios o cansancio. Si su dueño se va al campo, ellos van. Si regresa, ellos también. Si muere, lo esperan.

Hubo perros que cruzaron ríos detrás del caballo, que durmieron bajo la carreta en las mudanzas. Que lloraron junto al cajón de su amo o sobre su tumba. Hay un tipo de dolor en estos perros que no se ve en otros lugares. Es un dolor callado y profundo.

Hoy, en tiempos de modernidad, muchos siguen ahí. Corren detrás del cuatriciclo, aprenden los caminos del dron, pero no cambian su esencia. No les interesa el progreso: les interesa estar. Porque el perro del campo no sirve para lucirse en concursos ni para posar en redes sociales. Sirve para mirar, esperar y volver. Es leal como el monte, silencioso como el alambre oxidado y firme como el barro seco. Y cuando ya están viejos, cuando los huesos les pesan y los ojos se les opacan, nadie los deja atrás. Se les hace un rincón en el galpón, se les da pan mojado y se les acaricia aunque ya no puedan correr. Porque se sabe que sin ellos, el campo sería más frío y más solitario.

Los perros del campo ladran al silencio, al viento y al recuerdo. Son el eco vivo de una forma de vida que aún persiste. Y mientras haya un caballo, una tranquera y un fogón encendido, habrá un perro criollo echado cerca. Esperando. Como siempre.

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