Home / Actualidad / La muerte de la verdad

La muerte de la verdad

Poncio Pilato le preguntó a Jesús ¿y qué es la verdad? cuando éste le había referido que él era testimonio de la verdad. Ese diálogo, que atravesó siglos de interpretación, no es solo una escena del Evangelio: es la condensación del drama humano. Pilato no pregunta por curiosidad, sino porque está ante alguien que encarna la verdad, y aun así no logra verla. Dos milenios más tarde, la pregunta de Pilato vuelve a golpearnos la puerta. La irrupción de la inteligencia artificial generativa y de las deepfakes amenaza con borrar la frontera entre lo real y lo ilusorio. Lo que ayer era una falsificación burda, hoy es simulacro perfecto.

El video de un líder político, la voz de un empresario, el rostro de un familiar: todo puede ser fabricado con un realismo escalofriante. Y en ese artificio se juega algo más profundo que la simple verificación de los hechos: se juega la posibilidad misma de la verdad. El derecho romano nos recordaba:“veritas numquam perit” la verdad nunca perece, pero esa máxima, que sostenía a la justicia, tambalea cuando la técnica nos arranca la posibilidad de constatar lo ocurrido. Santo Tomás de Aquino enseñaba que la verdad es la adecuación entre la cosa y el entendimiento”, pero ¿qué ocurre cuando la cosa en sí puede ser creada a partir de la nada por un algoritmo? El intelecto no yerra: es la realidad la que se presenta distorsionada, fabricada, falseada.

Aquí se abre una grieta inquietante. Si Dios, para los católicos, es la verdad, y a la vez Dios es amor, entonces la verdad no es solo un dato verificable: es también amor. Lo contrario, entonces, es desamor, oscuridad, ausencia de Dios. En la oscuridad no distinguimos, tropezamos, nos perdemos. Una sociedad sin verdad es una sociedad a oscuras: incapaz de reconocer lo que está ante a sus ojos, presa fácil de la manipulación y del engaño. Lo que está en juego no es solo el futuro de la información o de la política: es la supervivencia de la confianza. Sin confianza no hay comunidad, sin comunidad no hay democracia. Si todo puede ser un montaje, si todo puede ser desmentido como apócrifo, la vida pública se desangra en sospechas y la mentira se vuelve indistinguible de la realidad.

Así como las redes sociales han minado la cabeza y las emociones de millones de jóvenes y adolescentes, ahora asistimos a otro fenómeno aún más grave: la puesta en juego de la confiabilidad y de la existencia misma de la humanidad. Ante semejante panorama, la inacción no es opción. Los legisladores deben asumir su responsabilidad y tomar cartas en el asunto. No alcanza con discursos, diagnósticos o reglas de comunidad impuestas por quienes alimentan al monstruo: se requieren marcos regulatorios firmes que pongan límites a los grandes jugadores del sector tecnológico, lanzados a una carrera frenética por llegar primeros en el terreno de la inteligencia artificial generativa, sin mirar al costado ni medir los efectos secundarios de un eventual desmadre.

La magnitud del tema en juego exige un esfuerzo global: foros como el G7 o las Naciones Unidas deben trabajar en conjunto para establecer reglas comunes, estándares mínimos de transparencia y mecanismos de control supranacionales. Si bien la Unión Europea dictó la primera legislación en materia de IA, de aplicación en territorio europeo, estableciendo un marco jurídico para el desarrollo y uso de los sistemas de IA -clasificándolos según el riesgo que implican-, se requieren políticas coordinadas entre los distintos sectores y legislaciones en el nivel mundial hasta alcanzar, quizás, un código de gobernanza internacional en la materia.

La humanidad necesita, cuanto antes, un pacto global de gobierno para los sistemas de IA, que establezca límites claros, obligaciones éticas y sanciones efectivas. De lo contrario, la tecnología seguirá avanzando, sin frenos ni brújula, arrastrándonos hacia un escenario donde la verdad se vuelva irreconocible. La pregunta de Pilato resuena con eco renovado. Hoy la responde nuestra capacidad colectiva —como ciudadanos, legisladores, comunidad internacional— de resistir el eclipse de la verdad. Si no encontramos un modo de recuperar la luz, la historia nos recordará como la generación que asistió —sin lágrimas — al funeral de la verdad. Y frente a este desafío, la pregunta final ya no admite dilaciones: ¿alguien hará algo al respecto?

Abogado y consultor en Derecho Digital; profesor de la Facultad de Derecho de la UBA y de la Universidad Austral

Fuente original: ver aquí