La muerte de Miguel Uribe Turbay, precandidato de la derecha para las elecciones presidenciales de 2026 en Colombia, reabre heridas en un país marcado por la violencia y los atentados políticos en las décadas de 1980 y 1990. Líderes como Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro León Gómez, Bernardo Jaramillo Ossa, Jaime Pardo Leal y Álvaro Gómez Hurtado fueron asesinados mientras aspiraban a dirigir el país.
Uribe Turbay quedó huérfano a los cinco años tras el asesinato de su madre, Diana Turbay, el 25 de enero de 1991, durante un operativo de rescate tras su secuestro por Pablo Escobar. Fue un crítico de la política de paz del presidente izquierdista Gustavo Petro, abogando por el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas y la lucha contra la impunidad y la corrupción, además de oponerse a las reformas sociales del actual mandatario colombiano.
El atentado que sufrió Uribe es un hecho de gran gravedad que requiere una profunda reflexión para evitar un nuevo ciclo de violencia en Colombia. Su asesinato es resultado de una radicalización política y un clima de hostilidad que ha permitido que algunos se sientan empoderados para pasar de las palabras a los actos. La paz no solo se logra con el silencio de los fusiles, sino también con la armonía en el lenguaje.
Las investigaciones han avanzado con varias detenciones, incluido el presunto responsable logístico del ataque. La fiscalía lo investiga como un crimen político y se prevé que se imputen nuevos cargos por homicidio agravado. Aún falta esclarecer quién dio la orden, quién financió el magnicidio y las motivaciones detrás de este ataque, que busca dañar el proceso democrático al atacar a una figura clave de la oposición.
Todos los candidatos a la presidencia, independientemente de su inclinación política, deben contar con las garantías del Estado para ejercer su derecho a elegir y ser elegidos. Colombia no puede volver a la violencia del pasado ni resignarse a la tragedia del presente.
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