Si para Martín Fierro, todo bicho que camina iba a parar al asador, lo que vino después fue mucho más generoso: cada cosa en movimiento o inerte, concreta o abstracta, útil o inútil, perenne o pasajera va a parar al escritorio de algún burócrata que le creará un impuesto.
Así llegamos a tener hoy en el país 155 tributos y muchos de ellos superpuestos en el orden nacional, provincial y municipal. Pague y después se queja, decía otra frase posterior a la inventiva de José Hernández.
Ahora, por qué cosas o servicios pagamos es muchas veces un enigma. Pero pagamos. No vaya a ser cosa que inventen el impuesto al chanta y caigamos todos.
En 2022, por ejemplo, la Justicia de Comodoro Rivadavia ordenó a la Municipalidad de Puerto Madryn suspender el polémico cobro del “impuesto al viento” destinado a empresas del sector eólico. No crea, querido lector, que eso sirvió de escarmiento. Esta semana nos enteramos de otras “creaciones” que ni Julio Verne ni Ray Bradbury hubieran podido imaginar.
Las enumeró el intendente de Tres de Febrero, Diego Valenzuela, quien en su distrito dio de baja, por ejemplo, una tasa para los paseadores de ponis. Qué Fierro los absuelva.
Dijo haber encontrado las siguientes solo en la Primera Sección Electoral de la provincia de Buenos Aires: la tasa a los muñecos inflables en el partido de San Martín (los de las estaciones de servicio, por ejemplo), “con o sin movimiento, en forma temporaria o con instalación de stand, carpas, sombrillas y/o similares, y hasta 4 personas ataviadas con ropas que representen o se conecten simbólicamente con el producto publicitado”, dispone la normativa.
Está también la tasa por tenencia de perros peligrosos (Pilar), la tasa por publicidad en sillas y mesas (La Matanza), la de venta de rifas en la vía pública (Tigre), la de habilitación de autos eléctricos, garitas de seguridad y ascensores en viviendas privadas (Morón) y la tasa que se cobra por bicicleteros (Luján). Y muchas más de tenor parecido.
Imagínese por un momento si de nosotros dependiera la creación de tasas, tributos, gabelas o como los queramos llamar. Podríamos exigir que de cada sueldo de un burócrata se devengue la tasa a la expoliación, al abuso, a la avivada o, por qué no, a la ineficiencia. Ni idea de cómo haríamos para cobrarlas, pero es seguro que el funcionario quedaría en rojo con una deuda de por vida para con nosotros, los contribuyentes.
Lo bueno de tanta tasa para tasar la vida misma es que toda esa platita que juntan los vivillos a cargo del poder vuelve a la ciudadanía en servicios de calidad: mejor salud, más educación y seguridad… Sale José Hernández, entra Stephen King.
Por Graciela Guadalupe
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