Julio Glinternick Bitelli tenía nueve años cuando, durante un paseo en auto con sus padres y sus hermanos, pasaron por el barrio de las embajadas en Brasilia. “Recuerdo que le pregunté a mi papá: ‘¿Quiénes viven en esas casas tan lindas?’. ‘Esos son los embajadores’. ‘Quiero ser eso’, le dije”.
La determinación parece ser parte del ADN de Glinternick Bitelli, que al crecer se recibió en Derecho, hizo una maestría en Administración Pública y, finalmente, se convirtió en diplomático. Hoy, el embajador de Brasil en la Argentina recibe a LA NACION en su residencia, el Palacio Pereda.
Sin dudas, la Argentina es una locación que conoce bien: esta es su tercera misión en el país, donde llegó en compañía de su esposa, Lizy Mahlmann. “Nos conocemos desde que yo tenía ocho años y ella siete, nuestros papás trabajaban juntos. El mío era médico y el suyo ingeniero químico, nuestras familias eran amigas. Nosotros con mis hermanos, y Lizy con los suyos, crecimos y nos íbamos de vacaciones juntos”, cuenta. “Empezamos a salir a los 19 y 20 años. Incluso, yo recibí el cable que decía que me admitían en la carrera diplomática en plena iglesia, el día que nos casamos. Juntos empezamos a viajar.”
– ¿Cuál fue el primer destino?
– El primero fuera del país fue Nueva York, estuvimos tres años. Luego Montevideo, volvimos a Brasilia, seguimos para Washington, y después fue la primera vez que vinimos a Buenos Aires con nuestras tres hijas (Tarcila, Helena y Sofia). Esta es mi tercera misión.
– ¿Tanto le gusta el país?
– No es que yo lo pedí, los destinos son por indicación del presidente, puede ser cualquiera [sonríe]. Por tradición, en Brasil todos –a excepción del canciller, que puede no serlo- somos diplomáticos de carrera. Nosotros llegamos por primera vez en 2003, por entonces yo era primer secretario y aquí ascendí a consejero (recibí la noticia de que había ascendido mientras estaba en una reunión en el Palacio San Martín). Después nos fuimos a La Paz, volví en 2010 como ministro consejero, número dos de la embajada. Fue ahí cuando me dieron mi primera embajada, en Túnez, en 2013.
– ¿Cómo viven la rivalidad Argentina–Brasil?
– Eso ya es casi folclórico. Hay una frase famosa de Roque Sáenz Peña, quien hizo una visita a Brasil cuando era presidente electo en 1910, y en Río de Janeiro dijo: “Entre Brasil y la Argentina todo nos une, nada nos separa”. Una frase famosa que he escuchado aquí pero con una coma extra y que dice así: “Todos nos une, nada nos separa -coma-, a excepción del fútbol”, pero la verdad es que hoy por hoy sucede cada vez menos. En el Mundial de Qatar muchos brasileños hincharon por la Argentina, en serio. Mi papá, que tiene 94 años ahora, hinchó por la Argentina. Incluso no es raro ver a chicos brasileños con una camiseta de Messi y veo acá a otros con la camiseta de Brasil, también. La rivalidad sigue, pero hoy es mucho más suave. Yo tengo mi equipo en Brasil que es de Sao Paulo y tengo mi equipo acá que es Talleres de Córdoba.
– ¿Por qué Talleres de Córdoba?
– Porque tiene algo que me encanta y es que, cuando juegan de visitantes, limpian el vestuario y lo dejan prolijito. Eso tiene que ver con algunos valores originales del fútbol, del fair play, que un poco se pierden con la cantidad de plata que mueve hoy el fútbol, ¿no? Además, Talleres tiene una buena relación con mi equipo Sao Paulo, histórico. Yo soy muy futbolero, así que sigo al fútbol en todas partes.
– Este año le tocó vivir un Argentina-Brasil con cuatro goles…
– ¡Cuatro a uno! Eso no me acuerdo muy bien [sonríe]. Recuerdo que terminé una recepción de trabajo y salí directo para el Monumental vestido con “uniforme de diplomático”, de traje. Fui por invitación de la AFA y terminó cuatro a uno, por eso me cambié de palco [ríe a carcajadas]. Terminé el partido en el palco de la Confederación Brasileña de Fútbol. También me pasó en Rosario que ganamos tres a cero a la Argentina. La rivalidad es buena cuando no pasa ciertos límites.
– ¿A usted le tocaría intervenir en un caso así?
– El consulado general de Brasil es el que se ocupa de los brasileños; la embajada se ocupa de la relación entre los países.
– Y, ¿cómo nos está yendo?
– Nos llevamos con normalidad en un contexto en el que tenemos dos gobiernos que son muy distintos. Presidentes que tienen visiones del mundo muy distintas, pero hay respeto y estamos trabajando con normalidad en una relación que es muy importante para los dos.
– Entre recepciones, eventos y almuerzos: ¿es ahí donde se entretejen las relaciones?
– Cafés y cócteles son extensiones de tu día de trabajo, porque ahí se hacen las conexiones con la gente, muchas veces es la oportunidad de tratar un tema complicado de una manera más reservada. Llevás a un ministro, a un colega diplomático de otro país, o agendás una reunión.
– ¿Cómo está atento a todo lo que pasa?
– Yo empiezo aquí, desayuno jugo de naranja y dos huevos y voy para la oficina. Todas las mañanas recibo y leo los diarios. Veo los cables, las informaciones que llegan de Brasil y de otras embajadas en el mundo.
– ¿Se es embajador las 24 horas los siete días de la semana?
– Para el embajador de Brasil la agenda es muy pesada, si no hay nada -porque muchas veces hay cosas-, trato de reservar el fin de semana. Con Lizy nos dan ganas de quedarnos en la casa. A ella le encanta cocinar, pero acá es imposible, no es una casa normal, así que muchas veces pedimos un delivery… y no ubican la casa. Te llaman: “Estoy acá, en la casa grande con la bandera” [ríe].
– ¿Qué pensaron cuando supieron que su residencia sería en un palacio?
– Nosotros vivimos en el segundo piso. Allí están nuestros muebles, cuadros, nuestras cosas: así ha sido siempre que viajamos. Para los chicos, sobre todo para las nietas, este es el palacio de Cinderella. Vienen y juegan con las armaduras y descubren rinconcitos secretos, el techo… es una diversión. Pero con cuidado, hay que hacer las cosas con cierta discreción. Esta no es mi casa, es la casa de Brasil.
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