La escultura del Antiguo Egipto, que data del 600 antes de Cristo, es una de las atracciones del Museo Británico.
Observaciones de un gato
Lili, la menor de mis gatas, se sienta erguida frente a la ventana y mira los pájaros del jardín. Los sigue con los ojos porque ninguna parte de su cuerpo se mueve. Pareciera que ni respira. Entonces, casi como una maestra de yoga, se agazapa en una maniobra sutil que la deja en posición de ataque. Pero hay un vidrio de por medio: no habrá ataque. Lili opta por hablar en un idioma que solo ella conoce y que usa exclusivamente con los pájaros que se mueven afuera. Es una suerte de cacareo recortado que solo el que ha escuchado a un gato hacerlo puede reconocer. Es entre enternecedor y ridículo: parece indicar que el instinto cazador del gato se ha activado y es completamente diferente al maullido que usan con los humanos. Algunos opinan que se trata de un sonido que expresa la frustración por no poder alcanzar a la presa. Es verdad que la ventana está cerrada y Lili no podrá salir a cazar. Aun así, puede quedarse largo rato observándolos, especialmente a la pareja de zorzales que siempre andan a saltitos por el jardín en busca de lombrices, desafiando la presencia del otro lado del vidrio.
La conexión nocturna
Por las noches, siento su peso (liviano) posarse en mi espalda y el comienzo de un ronroneo constante que me despierta y al ratito me arrulla para volverme a dormir. Otras veces, la encuentro sentada en la mesita junto a mi cama, apenas iluminada por la luz de la noche, y es lo más parecido a una diosa egipcia que puede encontrarse en un jardín bonaerense.
El gato de Gayer-Anderson
La gente suele llegar al Museo Británico, en Londres, con la mirada entrenada para buscar la Piedra de Rosetta. Sala 4, bien resaltada en el folleto explicativo. Es la pieza más visitada, un imán de turistas que levantan celulares y se acercan a los jeroglíficos intentando descifrar el misterio. Pero basta desviarse unos metros para encontrar, casi en penumbra, al gato de Gayer-Anderson. No tiene la monumentalidad de un obelisco ni la fama de una momia de algún faraón y, sin embargo, se roba las miradas con un magnetismo distinto: el de una criatura sentada, quieta, que parece estar esperando desde hace veinticinco siglos. Cuarenta y dos centímetros de altura, casi como un gato real, esta figura de bronce nació como una de las representaciones de la diosa Bastet, protectora de los hogares y los templos. Otras veces, la diosa se manifiesta como una mujer con cabeza de gato llevando la cruz de la vida egipcia en su mano o un instrumento musical. Siempre es una diosa maternal, a diferencia de su contraparte, la diosa Sekhmet, una leona más agresiva.
Historia de la pieza
La historia de esta pieza, como muchas de este museo, es también la de un exilio. Encontrada en Egipto, la pieza data del 600 antes de Cristo y viajó siglos después a Londres de la mano del coronel Robert Grenville Gayer-Anderson, un médico militar obsesionado con coleccionar pequeñas esculturas, joyas y cerámicas egipcias, las que exhibía en su casa de El Cairo, hoy conocida como el Museo Gayer-Anderson.
Presencia en el Museo Británico
Desde 1939, el felino habita el Museo Británico, donde miles de turistas pasan frente a él sin advertir que, en realidad, el gato los está mirando a ellos. El gato se sienta sobre sus patas traseras, mirando serenamente hacia adelante, con su cola enrollada a un lado. Los ojos que dominan su rostro seguramente tuvieron incrustaciones de alguna piedra preciosa o cristal de roca. En algún momento, alguien decidió adornarlo con aretes de oro (incluso uno en su nariz) y un pectoral de plata. En su cabeza y pecho están posados dos escarabajos simbolizando el renacer, y el ojo de Horus (también en el pecho) invoca la protección y la curación.
Encuentros personales
Tengo una foto de mi primer encuentro con el gato de Gayer-Anderson. Estoy mirándolo hipnotizada a través de la vitrina. Sé que es una de las figuras mejor conservadas del Antiguo Egipcio, y aunque pequeña, una de las obras maestras del museo. “Es igual a Lili”, estaba empezando a decir, cuando vi que mi marido me fotografiaba del otro lado de la vitrina. Le doy vueltas y lo observo desde cada uno de sus ángulos. Si bien mirarlo a los ojos de frente y recorrer todos los detalles es una verdadera travesía, es el perfil del gato de Gayer-Anderson lo que más me atrapa. Lo miro y espero que se mueva, que cierre sus ojos para protegerse del sol o empiece a lamerse el pelaje en uno de sus baños matinales. La Piedra de Rosetta promete descifrar un lenguaje perdido; el gato, en cambio, no explica nada, solo observa. Y esa es su trampa: uno se siente traducido, descifrado, bajo sus ojos, hoy huecos.
Reflexiones finales
En la mesa de luz, algunas noches, Lili ensaya su particular vigilia. Bastet velaba contra las serpientes y los malos espíritus. Yo solo le pido que espante las sombras del desvele y que me regale la certeza de que no estoy sola en la noche. Con suerte vendrá a ronronear a mi lado y me volveré a dormir.
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