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La crisis de la antipolítica en Argentina

Padecemos una crisis política tan evidente como recurrente. Lleva décadas, tantas como nuestra decadencia moral y material. La declinación argentina tiene nombre y apellido: mala política. Es por ella que vivimos confrontando y hasta conspirando. Acordar casi es sinónimo de una conducta espuria o de capitulación. En lugar de todos juntos en algunas estrategias, nos atrae “todo o nada”. Segundos afuera, terceros excluidos. Así disfuncionamos. Además, nuestro sufrimiento colectivo tiene una peculiaridad. El declive también se origina en largos períodos en los que nos rigió una abierta y confesa antipolítica, con los partidos disueltos, el Congreso cerrado, “las urnas bien guardadas”, las garantías constitucionales suspendidas y los políticos en sus casas.

En los sesenta fueron cinco años de antipolítica y en la siguiente década otros tantos. Dos lustros que no solo no revirtieron la tendencia menguante, sino que la agudizaron. Basta memorar que la guerrilla o terrorismo surgió en el primer ciclo antipolítico, al igual que la inicial ola emigratoria. Porque si algo connota y denota una crisis es la existencia de una guerra abierta o solapada. Es lo que soportamos a partir del “Cordobazo”, esa explosión de violencia que, además de explicitar la crisis, también exhibió las internas de la antipolítica. Pues sí, la antipolítica, al igual que la política, se carcomió en un mar de pujas intestinas, análogas a las insufribles pugnas de comité o de unidad básica.

Es tan honda la crisis política y su consecuente descenso nacional que a pesar de escasos lapsos de entusiasmo, la norma es la apatía, la indiferencia cívica, en rigor, el pesimismo. “Esto no lo arregla nadie” quizás sea la suprema expresión que refleja la desazón. Paralelos van otros extendidos sentimientos –¿diríamos pensamientos?– como “¡no puedo hacer nada!” o ese paralizante “son todos iguales”. ¡Cómo explicar si no el ausentismo electoral!

Buceemos un poco para detectar algunas causas de esta crisis política permanente. Enseguida salta a la vista que definitivamente carecemos de políticas de Estado, esas estrategias que deberíamos compartir todos y que solo admiten variaciones de matices o de ritmos, pero no de orientación. Ni siquiera la política internacional logramos mantenerla en una dirección o al margen de la ideología del turno de gobierno doméstico. Esa directriz de cuna británica de que “Londres no tiene amigos ni enemigos, sino intereses permanentes” a nosotros no nos conmovió nunca y hasta nos sonó a cinismo.

EE.UU. nos brinda una lección: para ellos nosotros siempre fuimos el “patio trasero”. Al principio sin rubor, así de despectivos. Durante el gobierno de Monroe lo dijeron con una proclama tan rimbombante como inequívoca de hacia dónde apuntaban: “América para los americanos”. Cobra relieve en esta consigna recordar que los norteamericanos se llaman a sí mismos americanos. Nosotros contestamos con candor algo impropio de la gran política: “América para la Humanidad”.

Si no podemos acordar una política internacional constante, ajena a los zigzagueos y humores electorales, ¿cómo podremos concordar en las reformas imprescindibles laboral, previsional, impositiva, educativa, de salud, sindical y tantas otras? Íbamos bastante bien con la política nuclear y no obstante se presentan nubarrones. Lo mismo cabe decir del INTA y el INTI.

Es verdad que muchos políticos adolecen manifiestamente de idoneidad y formación. Pues ¿por qué no intentamos de una vez por todas constituir un ámbito de excelencia del tipo de la francesa École Nationale D’Administration? Empero, en vez de mejor formación política solemos ir por el atajo, esto es tratar de sustituir a los malos políticos por técnicos devenidos tecnócratas. El resultando ha sido frustrante.

La política argentina es en general decididamente mala. La tecnocracia es empíricamente una imposibilidad, como lo prueba nuestra reciente desilusionante historia. No queda otra alternativa que trabajar en políticas de Estado, en la formación política, en conmover a los apáticos, en estimular el civismo, en aunar lo político y lo técnico. En una palabra, en empeñarnos en construir la buena política. ¿Difícil? ¡Claro que sí! Pero imprescindible.

Abogado, docente, exdiputado nacional

Por Alberto Asseff

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